La señora de la limpieza llegó puntualmente a las oficinas del banco. Abrió con su llave y de inmediato se puso a quitar el polvo con una bayeta.
Pasó los estantes, las mesas y los monitores. Le sorprendió ver todavía a algunos empleados a esas horas. No eran de los que les gusta hacer horas extras. Aun así, no intercambió ninguna palabra con ellos por orden directa de su jefe. El tipo era muy estricto; le tenía prohibido hablar y perder el tiempo durante su jornada laboral. Así que siguió a lo suyo. Barrió y fregó a conciencia todos los despachos hasta dejar la sucursal bancaria más reluciente que un espejo. Luego fichó y se marchó. Y los dejó como los había encontrado; atados a las sillas, con una mordaza en la boca y la caja fuerte abierta de par en par, más limpia que los chorros del oro.