Te entiendo, vaya si te entiendo, Amaia. Seguramente nunca te hubiese conocido, hoy ya es un imposible. Por mi amiga, la radio, he sabido esta mañana que te has quitado la vida lanzándote al vacío antes de que te sacaran, por la fuerza, de tu casa.
Cincuenta y tres años tenías, 53, los mismos que tengo yo. Me dueles en el alma porque sé cuanto dolor y cuanta desesperación siente una mujer para llegar a tomar una decisión drástica. La tuya ha sido la peor posible. La desesperación ha secuestrado tu mente y se te ha cerrado el mundo.
¿Qué es pecado quitarse la vida? Ese juicio corresponde a Dios y, estoy segura de que El, perdona. Pero el juicio del hombre no tiene perdón.
Sin piedad, por dinero, por el maldito dinero –que es el cáncer de la humanidad- te echan de tu casa.
Para ti no hay rescates, ni apoyo, ni esperanza… ¡A la calle! Como si ese hogar no representase para ti nada más que un puñado de euros. Como si en una casa no se concentraran todas las ilusiones de una familia, empezando por ser el hogar de los más indefensos, los hijos. Nada importa. ¿A quien le importa la parte humana frente al vil metal?
Te comprendo bien porque yo, un día (por otros motivos), también dejé mi casa y me sentí flotando en el vacío durante muchos meses. A ti un juez te la ha quitado, a mí un juez me la otorgó. Pero todo tiene un precio, a mí me ha costado acceder a compartirla.
Estoy viva cuando aparecen mis hijas con mis nietas y llenan todos sus rincones de risas y alegría. Estoy muerta cuando oigo las llaves en la puerta y ya no se que parte de la casa ocupar. Es el precio. Hoy soy una más en las listas del paro. Suerte que mi casa ya está pagada y mis hijas casadas. Pero hasta llegar a este punto la batalla ha sido dura y las decisiones dolorosas.
Lástima Amaia que hayas pagado con tu vida el implacable acorralamiento del poder, que, como casi siempre, tiene género masculino y en éste, tu caso, se llama DESAHUCIO. Descansa en paz.