Juan Damián Sánchez Luque
Viernes 31 de mayo de 2013 - 09:36

Cuando parecía que ya no podía ser más por imposible, resulta que ese afán de superación vuelve a hacerse patente de nuevo, y tenemos "más paro en el paro". Y ésto ocurre cuando ya la gente ni se apunta en el desempleo por el desánimo del que sabe que no le va a servir de nada.

Sin duda pensaran ¿quemamos el último cartucho?. Y van y lo queman, sin mancharse siquiera las manos por que el cartucho, en cuestión, ni pólvora tenía. Lo han quemado en esa hoguera (no de las vanidades) esta es de las necesidades. De esa angustia vital que debe sentir todo padre que teme llegar a su casa porque otra vez, (una más) le ha de decir a su mujer que, nada mas verlo entrar, le lanza una ansiosa mirada, que tampoco esta vez tuvo suerte. Ese amigo que ayer le habló de una chapucilla, esta mañana ni se ha presentado en el sitio que acordaron.
Siente vergüenza de mirar a sus hijos a la cara, por que los ojos de ellos expresan hambre y desencanto; ellos sienten vergüenza de que sus compañeros de clase los vean, un día más, acudir al comedor social. La madre le dice al marido que anoche Pablo llegó muy tarde y que traía los ojos muy rojos "será por la rabia", piensa él, mientras ella se calla pensando en que últimamente lo ve muy raro y cambiado, se levanta muy tarde y apenas para en casa. Está muy preocupada por que unos amigos nuevos han ido ya dos veces a buscar a su hijo a casa. Pablo tiene quince años y dice que quiere ser fontanero; pero lo que ella no le cuenta al marido, "demasiado tiene el pobre ya", es que Pablo le grita por cualquier cosa, parece que siempre está cansado y se aísla en su habitación casi todo el tiempo y que la habitación huele de una manera muy rara, distinta al olor del tabaco. No sabe lo que es, pero presiente que algo no marcha bien en su hijo. Su intuición le hace sentir que lo va perdiendo.
El marido dice que no tiene hambre y que se va a acostar un rato; ella, con los ojos hundidos por la pena que se la come por dentro, lo coge de la mano y tira de él con suavidad hacia la mesa, "ven", y le dice que se siente que ha hecho unas lentejas muy buenas y que deben comer todos juntos, hoy que hay algo caliente. Se sientan en una mesa sin mantel y esperan un poco a ver si viene Pablo, pero la comida se enfría y empiezan a comer pensando que estará al llegar. Terminaron y Pablo aún no ha llegado. Una especie de pellizco muy fuerte la atenaza por dentro. Tiene la certeza de que a su hijo le pasa algo malo, pero no alcanza a saber que puede ser. "Si al menos el marido encontrase trabajo".
Ella, mientras recoge lo que quedó sobre la mesa, piensa que una negra nube se cierne sobre su familia y que no sabe que hacer para remediarlo. Dos regueros de lágrimas ruedan por su cara, se las limpia con el dorso de la mano, mientras piensa en Dios y confía en que El nunca los abandonará. Pero persiste en ella esa sensación de que algo malo flota en el aire.
El pequeño la llama desde la salita "venga mamá, ven ya a contarme el cuento". Se mira en el espejo del pasillo y borra de su rostro y de sus ojos las huellas del llanto. "Ya voy Carlos", dice.

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