Francisco José Segovia Ramos (Granada, 1962)
Sábado 3 de diciembre de 2011 - 19:14
generica

Según el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, “transgredir” significa “Quebrantar, violar un precepto, ley o estatuto”. Un transgresor, por tanto, sería un individuo o un colectivo que estaría fuera de la ley o, sin ser tan extremo, al margen de la misma.

Yéndonos al terreno de lo literario la transgresión sería lo contrario al lenguaje “políticamente correcto”. El transgresor en este caso no es quien está en contra o al margen de la ley sino, quizá, el que pone el dedo en la llaga y llama a las cosas por su nombre. ¿Es esto transgresión? ¿Es transgresión aquello que al poder interesa llamar tal?
Oscar Wilde era un transgresor, tanto en sus hábitos sociales (reconocía abiertamente su homosexualidad en una sociedad mojigata y conservadora como era la de la Gran Bretaña victoriana), como en su propio estilo de lenguaje. Lo mismo podíamos decir de otros reconocidos autores, como Frank Kafka y su metafórica forma de contar historias, Bukovsky y el desasosiego, Boris Vian y el sexo y la provocación como elementos fundamentales en su obra, Sade, desconocido autor del que se habla mucho y mal sin haber leído su filosofía, los poetas malditos franceses, entre ellos Rimbaud, Verlaine y Apollinaire. ¿Quién los calificó de transgresores, malditos, extremistas en el lenguaje?: el poder literario, económico y político dominante en ese momento. Con el tiempo, sin embargo, han sido reconocidos como grandes creadores.
Ya no se expulsa a nadie del círculo artístico por ser un “transgresor” (al menos no, oficialmente), pero se tiende a descalificar a aquel o aquellos que no usan las palabras “correctas”, o que no se unen o aplauden lo que se estima que es lo “adecuado”. En el uso del lenguaje del día a día la sociedad actual, condicionada fuertemente por los medios de comunicación (que, no olvidemos, son manejados por determinadas élites intelectuales y económicas), es muy crítica con quien se sale del camino marcado.
Ejemplos podríamos poner centenares pero nos limitaremos a unos pocos que, creemos, deben ser muy aclaratorios del estado actual del lenguaje tanto literario como común.
Es habitual oír en los informativos, o leer en los periódicos, que tal o cual acto ha sido realizado por un grupo “radical”, suponiendo que esta palabra conlleva, necesariamente, el término “violencia”. Nada más alejado de la realidad: un radical es aquél que es intransigente en sus ideas y que pretende cambiar aspectos de la sociedad de forma absoluta. A esta actitud no se la puede calificar de “violenta” per se. Según el poder establecido, el “transgresor” en este caso sería el “radical”. Si se pretendiera hacer un uso adecuado del lenguaje a estos grupos de violentos habría que llamarles precisamente así, “violentos”. Denominar “radical” o “extrema” a una actitud violenta es –y la intención no es casual- deslegitimar a todos aquellos que no están en ese “centro” político, social o económico en el que se nos quiere meter a todo el mundo.
No es tampoco raro encontrarnos con términos como “invidente”, “discapacitado”, “moreno”, “de color”, “de género”, etc, etc. En estos tiempos en los que la “moderación” parece ser la norma a seguir, el hecho de llamar a alguien “ciego”, o “sordo”, o “miope”, parece sinónimo de insulto, y se intenta disfrazar las palabras, como si cambiando el nombre se transformasen las condiciones de la persona. La “tercera edad” no es ni más ni menos que la vejez o ancianidad. “Ser de color” es una expresión absurda porque hasta el blanco es un color (o un crisol de todos los colores posibles) y el negro, según la física, es la ausencia de aquél. Los mismos negros se ofenden cuando se buscan subterfugios para obviar el color de su piel.
Porque, y aquí es donde viene el quid de la cuestión, no hay transgresión en el uso del lenguaje como tal, sino en la intención con la que se usa. No son las palabras, autónomas, simples, asépticas, las que hacen daño, sino la forma y la maledicencia o benevolencia con la que se dicen. No es un insulto llamar “moro” a un marroquí, y sí puede serlo usando la palabra “ciudadano”: el tono, la intención, incluso la propia mirada o el contexto pueden hacer que el significado de la palabra sea hiriente o complaciente.
No es transgresor aquel político que acusa a otro de “mentir”. No, al menos, en el sentido literario. Sí, en cambio, en el ámbito de lo “políticamente correcto”, ya que debería haber dicho “faltar a la verdad” (¿y no es, acaso, faltar a la verdad el sinónimo de mentir?).
El escritor debe ser transgresor, no porque con ello pretenda ser conocido o crear falsas polémicas para medrar en su ascensión a las esferas del poder literario, sino por el uso de la palabra y la intención que dé a la misma. Debe llamar a las cosas por su nombre o por lo que él y sólo él entienda que han de denominarse, sin atarse a modas, normas o estilos en boga. Ha de ser un estilete con el bolígrafo o el ordenador, un martillo golpeando el yunque en sus escritos, un muro infranqueable en la defensa de su estilo e ideas, un crítico constante de lo que le rodee y de sí mismo. Transgrede aquél que quiere transformar y transformarse, use los medios que use. Quien no va más allá de lo “política o culturalmente correcto” tiende a quedarse estanco, y ya sabemos que el agua estancada se corrompe, y el agua estancada absolutamente se corrompe absolutamente.


  

 

 


 


 

 

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