Juan Damián Sánchez Luque (*)
Miércoles 12 de diciembre de 2012 - 09:07
generica

Los sueños, siempre los sueños y el afán interpretativo del hombre por conocer su significado. La Biblia nos habla en muchas ocasiones de ellos. Destaca la interpretación que José, hijo de Jacob, hace ante su faraón.

Jung, vivió casi obsesionado por el tema onírico Muchas cosas se cuentan de Jung, sus sueños, visiones y excentricidades.

En la actualidad sería la grafopsicóloga Clara Tahoces, autora del “Diccionario de los sueños”, quien nos podría aclarar algo sobre esta temática.

Yo no tengo la menor duda de que es esa parte del inconsciente la que nos juega, o más bien es ella quien juega con nosotros mientras dormimos.

Contar un sueño es difícil y más cuando tiene connotaciones tan inexplicables como el mío. Yo no tengo explicación, sólo lo cuento lo más cercano a como yo lo viví.

ASÍ EMPIEZA:

Otoño. Aún lucía el sol de la tarde, pero un vientecillo pertinaz hacía que se sintiera poco su tibieza. Ese recorrido lo he hecho muchas veces y muchas también he visto escenas como la que relato, pero no entiendo por qué lo soñé de ese modo. Fue en Córdoba. Bajaba por Ronda de los Tejares y entré en Gran Capitán. Nada más doblar la calle, yo sólo tenía que recorrer pocos portales para llegar a mi destino. Muchas veces he visto a gente pidiendo una limosna por esa zona. Hasta aquí nada había de especial. Nada más entrar en Gran Capitán la vi. Tenía el pelo largo y caía tapándole parte de la cara, extendía su mano, en forma de cuenco, esperando que alguien le diese algo. Me detuve y busqué en el monedero alguna moneda pare darle, ella fumaba casi de forma compulsiva y mantenía la mirada baja.

Toma, le dije, y deposité unas monedas en el cuenco de su mano. Al dárselas para que no se cayeran, acerqué mi mano a la suya y, por un momento, nuestra piel se rozó levemente. “Gracias”, me dijo, levantando su mirada hasta la mía.

No puedo describir las sensaciones que percibí al rozarse, apenas un instante, la piel de nuestras manos. Su mirada me taladró de tal modo que una sucesión de sentimientos y sensaciones, como un vértigo, se sucedieron en breves segundos.

Entré en el portal e hice lo que lo que había ido a hacer. Permanecí allí el tiempo suficiente para que la tarde llegase a ese breve espacio en que unos pocos minutos la convierten en noche. El taladro de su mirada me había calado de un modo como nunca antes me había ocurrido y, el apenas roce de su piel con la mía, me transmitía algo que no sería capaz de describir.

Al salir a la calle la busqué con la mirada; se había bajado unos metros más abajo, y volví a pasar, de nuevo, junto a ella. Me extrañó que no levantase su mirada. Me acerqué aún más y pude comprobar que ella no me veía.

Yo no entendía nada. Allí estaba yo ante ella y mi presencia no era notada. Entonces quise hacer la prueba con unos viandantes y eso constató que mi presencia no era notada por nadie. Sin embargo yo lo veía y lo percibía todo.

Me senté en un banco frente a ella, seguro ya de que no era visto. Pude apreciar como un ligero temblor sacudía, o más bien, estremecía, de vez en cuando, su cuerpo. La gente pasaba y ella, con su mano extendida, también parecía ser invisible para los viandantes; nadie le prestaba la menor atención,

Ya la tarde se hizo noche y el pertinaz vientecillo se iba enfriando por momentos. Las sacudidas de sus hombros eran cada vez más perceptibles y se podía decir que era sacudida por un ligero temblor. Con nervioso movimiento se apoyaba alternativamente sobre uno y otro pie. Preguntó la hora a un muchacho que pasaba y éste no se detuvo a contestar. Una señora mayor que venía detrás se la dijo. Miró nerviosamente hacia el cielo comprobando que la noche ya se había echado del todo. Tiró la colilla del cigarro y, metiéndose ambas manos en los bolsillos, caminó hacia la acera, que está pasando la fuente. Ya en la acera, junto a un árbol, volvió a poner el cuenco de su mano. Nadie reparaba en ella y todo el mundo parecía tener mucha prisa. Se acercó a un hombre de mediana edad, le dijo no sé qué, y él negó con la cabeza siguiendo su camino.

Sus hombros se encorvaban por momentos y el temblor parecía sacudirla en espasmódicas sacudidas.

Yo hubiese querido hablarle, saber de ella (aunque lo suponía) y poderla ayudar en lo posible. Nada, mi presencia no la podía hacer notar de ningún modo y esto me producía una cierta exasperación. Lo que veía me producía una tremenda desazón, pero nada podía hacer, sólo ver y observar.

Vi cómo se acercó a un hombre, más bien joven, y éste de una forma tan brusca que me produjo un sobresalto, gritó “yonkis de mierda, ¿por qué no os ponéis a trabajar como yo?”. Diciendo esto le dio un empujón que a punto estuvo de tirarla al suelo; se golpeó con una jardinera. ¡Yo la quería ayudar!, pero nada podía hacer.

Ella, una vez que recuperó el equilibrio, se fue acera arriba muy encorvada y temblando todo su cuerpo en desacompasadas sacudidas, se tambaleaba un poco y hasta creo que iba llorando.

Yo quise pegar una patada a una papelera y grité, sin voz, “MALDITA DROGA”.

Me despertó un dolor en el pie con el que había querido golpear la papelera.

Despierto, con la boca seca y el pulso acelerado, maldije a la droga y sus consecuencias y me puse a escribir esto.


(*) Presidente de la asociación contra la droga "CLARA MARIA" de Priego y comarca.


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