Bien extendida están esas frases que se convierten en conceptos de las cosas mal hechas referidas al periodismo y la comunicación en general. Me refiero, en concreto, a esas dos que vienen a significar lo mismo pero cuyo uso, no sólo por periodistas, muestran una mala praxis, muchas veces deleznable, en el hecho comunicativo: “injuria que algo queda” y “calumnia que algo queda”.
En los últimos meses, más o menos los mismos que el PP tiene en sus manos el Gobierno de España, se suceden acciones que siguen el mismo esquema de las dos frases referidas.
Últimamente se han empeñado en aplicarlas a la libertad de información, algo así como un “aterroriza que algo queda”.
Tres ejemplos ponen sobre la mesa una ideología que pone en cuestión principios básicos, sin el menor de los rubores, la libertad de información, pilar básico de cualquier sistema democrático y elemento esencial en la formación de la opinión pública.
En primer lugar fue la reflexión sobre la modulación de las manifestaciones, después fueron los dimes y diretes, sin dudas calculados, sobre la idea de prohibir hacer fotografías a los policías en las manifestaciones, y por último ha sido la detención, manifiestamente ilegal y perfectamente dramatizada en sus términos, con la retención en un vehículo policial como si de un secuestro se tratase, de una vídeoperiodista que trabajaba para La Sexta cuando grababa una carga de la Policía.
Lo primero, lo de la delegada del Gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes, como un aviso general a navegantes que se pasaban del paralelo que el carácter reaccionario del Gobierno delimita, y lo segundo, lo del director general de la Policía, Ignacio Cosidó, como elemento intimidatorio de que grabar lo que hacen funcionarios públicos, especialmente obligados a cumplir con estricto celo la legalidad, no queda bonito, no vaya a ser, como de hecho ha ocurrido, que se demuestre que ni celo ni legalidad en la actuación de los agentes.
No olvidemos que el principio de la reversión del modo de actuación policial ocurrió en los estertores del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, poco después de que Alfredo Pérez Rubalcaba dejase de ser ministro del Interior y por ende responsable de la Policía, especialmente plasmada con motivo de la visita del papa a España, sin que conste que el Ejecutivo socialista reprimiese los excesos de los agentes a lo largo y ancho de las calles de Madrid ante quienes no estaban de amén en amén detrás del pontífice.
En una democracia avanzada, estos dos elementos del PP estarían ya alejados de la vida pública por estas dos propuestas, que no son ocurrencias sino que forman parte de un concepto ideológico de nuestra rancia derecha.
Ahora nos topamos con el siguiente escalón. La detención de una vídeoperiodista por grabar una actuación policial que no debió ser nada ortodoxa.
Es claro. El Gobierno aplica un principio pero desde la impunidad que le da la complicidad de un sistema judicial insostenible en el fondo y las formas y por la laxitud de la respuesta de una profesión periodística más preocupada por su situación laboral que por la dramática realidad que describe la Federación de Asociaciones de la Prensa de España: sin periodismo no hay democracia.
Frente a ello, el Gobierno, consciente de que con la Constitución en la mano ni puede restringir el derecho de manifestación ni prohibir fotografiar policías actuando, ya lo haga un periodista o un ciudadano que esté allí, adapta el concepto que anima a utilizar la injuria o la calumnia para sembrar la duda.
Aterroriza que algo queda, porque ya empieza a dar miedo a encontrarse a un policía con el casco puesto y la porra desenfundada. Nuestro subconsciente, y cada vez más nuestro consciente, nos dice que no está ahí para proteger nuestros derechos, sino para reprimirlos. Nuestra mente comienza a transformar el azul por el gris en el color de sus uniformes.