Siempre hay alguien para recordar las tres cosas que un hombre debe de hacer en su vida para alcanzar la felicidad: "Tener un hijo, escribir un libro y plantar un árbol"
Según los países, este dicho recibe distintos autores: Blaise Pascal para los franceses, Compay Segundo para los cubanos ó Mahoma para los árabes. Nuestro padre hizo estas tres cosas y mucho más aún.
Tener un hijo (y una hija)
Pablo nació en Priego de Córdoba el 8 de Mayo de 1932, en una familia numerosa y andaluza (lo que en ese momento venía a ser lo mismo). Pero como nació en el cortijo y su padre no pudo ir al pueblo antes que pasaran dos días, siempre constó en los papeles que había nacido el día 10. Sus hermanos eran Manolo, Rosario, Francisco, José, Rafael, María, Antonio (ya fallecidos), Carmela, Pilar, Augusto y José Luís.
Se casó con Evangelista. Se conocieron en París en 1965 y desde entonces nunca se separaron. Ella buena moza castellana y él bohemio andaluz, dos seres muy distintos pero a la vez tan complementarios. Miraron siempre el uno por el otro, a lo largo de 50 años de vida común. Con Evita tuvo dos hijos, primero Ángela, y luego Pablo. No sólo nos tuvieron, sino que también nos quisieron y nos ayudaron a salir adelante en la vida. Fue un buen padre, lleno de cariño con nosotros. Nunca nos levantaba la mano, porque en su infancia en la que conoció los horrores de la Guerra Civil, había entendido que lo único que puede traer la violencia es aún más desgracia. Era paciente y le gustaba enseñar lo que sabía, ya fuese escribir, pintar ó cocinar. Y no sólo con sus hijos, sino también con todo el que le preguntaba: sobrinos y familiares, amigos suyos y nuestros, y hasta las personas que se paraban a mirarlo pintar en la calle. Fue generoso, justo, honesto y si alguna vez se equivocaba, no le costaba disculparse y rectificar. Adoraba a los niños, a sus nietos: Inés, Víctor y Eva, y siempre dijo que no quería marcharse antes de conocer a la pequeña Ana, su última alegría.
De todas las lecciones que podemos recordar, la más importante siempre fue ésta: “No hay que hacer distinciones entre las personas. Ya seas pobre ó rico, joven ó viejo, sea cual sea tu origen, tu religión, tu identidad sexual, etc. El valor de uno es lo que lleva dentro y cómo se comporta con los demás”.
Escribir un libro
Pablo fue aprendiz de pintor en Priego y en Córdoba antes de hacer la mili y de seguir algunos de sus hermanos a Barcelona, donde se apuntó en Bellas Artes. La curiosidad por descubrir mundo lo llevó después a Alemania sin saber nada del idioma, pero no era problema para él, ya que siempre tuvo ganas de aprender. Así lo comentaba hace un par de años en la Escuela de Idiomas de Priego, a la que fue invitado para una charla acerca de sus andanzas por Europa. Rompiendo el protocolo, no quiso sentarse a la mesa profesoral a la que le invitaban y prefirió sentarse al mismo nivel que los alumnos, porque él mismo se consideraba un alumno perpetuo.
Después de un tiempo en Bremen, entendió que el clima frío de este país no convenía a su salud, así que agarró sus ganas de pintar y de conocer La Bohême del barrio mítico de Montmartre, y no dudó en trasladarse a París. En la Place du Tertre pasó muchos años pintando y dibujando, al sol ó a la intemperie, compartiendo la libertad, que no era posible en la España de la dictadura, con sus amigos pintores, periodistas ó escritores. Muchos fueron los turistas que volvieron a sus casas con un retrato ó un cuadro suyo como recuerdo de un viaje inolvidable a la Ciudad de la Luz.
Él siempre se interesó por la Cultura. La grande claro, la de los museos, la de los libros, pero también la que muchos consideran pequeña, la cultura popular, la cultura de la gente que no sabe ni leer ni escribir pero que inventa con sus manos y que canta con sentimiento. Y para rendirles un homenaje, un día empezó a escribir poemas que hablaban de los campesinos, de su amor al campo andaluz, a su pueblo, a la naturaleza, pero también historias y leyendas oídas en su niñez. En los pasos de Antonio Machado al que admiraba, pero a la vez con voz propia, fue recreando, mitad historia y mitad imaginación, en su libro El Cortijo un mundo rural hoy desaparecido.
Plantar un árbol
En sus más de 30 años en Levallois Perret, un barrio de París en el que se afincó, conoció a numerosos emigrantes con los que ligó amistad. Con ellos luchó por que sus hijos tuvieran derecho a recibir la misma educación que cualquier español y para que nunca olvidaran sus raíces. En los 80, fue nombrado dos veces “Emigrante del año” por las autoridades prieguenses.
Poco tiempo después de nacer Ángela, Pablo se hizo con un terreno cerca de su pueblo natal, en el que decidió plantar pinos mediterráneos, lo que sorprendió a cuantiosa gente. Hoy este pinar es considerado por muchos en Priego de Córdoba, casi como un espacio público, y no conozco a nadie, pequeño ó grande, que no haya ido al menos una vez a merendar al fresco de su sombra.
Al jubilarse, a principio de los 90, y con sus hijos ya criados, su única intención era volver a Priego para reanudar con la vida del campo a través de sus olivos. Cuidó de los árboles, los cosechó para el aceite y siguió dibujando, escribiendo y publicando tribunas en la prensa hasta los últimos meses de su vida. Esas eran sus armas para luchar contra el desastre ecológico que estamos viviendo. En el 2000, la asociación ANASS le otorgó el premio “Hierbabuena” por su defensa de la naturaleza.
A nuestro padre le gustaba intensamente la vida: comer bien, arreglarse para ponerse guapo, hablar y dialogar con todos. Siempre hubo un jamón para cortar, siempre hubo un vinillo para beber. Mi padre era fantasía, imaginación, era positivo, y decía que el miedo era mal consejero. Cuando estaba triste, hablaba con los pajarillos. La vida con él fue dulce, alegre, como una fiesta, y cuando teníamos calor llenaba una piscina hinchable de agua en medio del comedor.
Ahora se ha marchado a cosechar los olivos del Señor, y desde allí nos está mirando, con la misma sonrisa buena con la que nos miró aprender a caminar. Nosotros vamos a seguir con lo que nos enseñó: a ser fuertes, independientes, libres y humanos, porque esa fue la filosofía que lo guió con dignidad hasta su último soplo y que él resumía en una simple frase: “Hay que luchar por la Vida”.