Intentamos huir de la angustia de sentirnos vacíos corriendo, haciendo cosas que no nos llenan, sin darnos cuenta de que este no es el camino. La vida acaba confirmándonos que, al final, terminamos haciendo más cosas cuando menos prisas tenemos al hacerlas y cuando menos permitimos que nos distraiga lo que se tiene que hacer después.
Acepto la doble sorpresa que en lo personal, solamente sin correr soy capaz de disfrutar de lo que hago y, además el resultado suele ser objetivamente más y mejor. Necesitamos el descanso pero cuando este llega, lo llenamos de actividad, necesitamos ese vacío para estar , para compartir , para imaginar , indispensable para la vida.
Se trata, en definitiva, de hacer las cosas a un ritmo y a un tiempo, que, nosotros mismos nos impongamos así daremos lo mejor de nosotros mismos. Para una mejor calidad de vida se vuelve imprescindible aprender a concederse y valorar tiempos de “no hacer”, con el tiempo, uno descubre a querer esos espacios y a programarlos con asiduidad. Estamos atrapados en el estrés, llamado últimamente la enfermedad de la prisa, estamos atrapados en ella y no la venceremos haciendo más rápidamente las muchas cosas que una persona debe de hacer durante un día, sino dándose el tiempo para llevarlas a cabo, aunque algunas se queden sin hacer.
Esa prisa se lleva de un plumazo aquellos e importantísimos momentos de placer, el encuentro con los amigos, al ocio, al placer de una buena conversación, siempre nos reprochamos que estemos perdiendo el tiempo con todo lo que tenemos pendiente. Solamente caminando más despacio soy capaz de disfrutar de lo que hago y, además el resultado suele ser más y mejor. Concluyo con aquella famosa frase atribuida a Napoleón, quien supuestamente le ordenó a su sirviente –“Vísteme despacio que llevo prisa”.