En el calabozo, mi abuelo observó cómo se consumía la vela. A la mañana siguiente, iban a fusilarlos a él y a varios hombres más que yacían en el jergón de paja. Cuando llegó la hora, se acercó a los barrotes de la celda un capitán de las tropas franquistas.
—¿Algo que alegar en su defensa?
—Si… si yo soy muy devoto, iba para cura —dijo mi abuelo.
—Ya, y por eso estás aquí con los rojos, no te jode. A ver listo, si tanto sabes ¿qué santo es pasado mañana?
Mi abuelo que no había pisado una iglesia desde 1912 cuando le bautizaron, miró al oficial a los ojos y le replicó sin titubeos:
—Santa Hilaria.
Y eso le salvó la vida. Una cosa era no creer en Dios y otra olvidar el día del nacimiento de su esposa.