Fran Zurera. Historiador.
Sábado 6 de octubre de 2012 - 22:22
generica

III.

Las sandalias de esparto se habían convertido en un material informe debido al roce de las piedras del camino y la lluvia fina que azotaba el día. La levita empapada le hacía caminar aún más despacio y con torpeza. Solo quería escapar hacia un lugar alto, llegar hasta allí para hablar con Dios, ponerse en paz con él intentando exponerle sus motivos, respirar el aire puro que calmara su más que atribulada testa, buscar su perdón.
Vio a más de un labriego enfrascado en sus labores pero no quiso entablar conversación. Acostumbrado como estaba a recibir golpes, escupitajos y toda clase de insultos, les otorgaba sólo un esquivo saludo con un movimiento leve de su cabeza si lo observaban al pasar y se dirigían a él. El cielo encapotado no dejaba atisbar un claro qué profetizara la calma de la lluvia. Aún así, siguió camino, al llegar a la cercana Villa de Monturque, sin tener decidido que hacer ni a dónde ir. Sabiéndose perdido, se quedó quieto. A un lado, Monturque dominada por la torre del Castillo, al otro el río Qabra, doloroso curso de agua que corría por sus venas y le hacía rememorar su querida y por él y según él, traicionada Poley. Hacia el horizonte sólo camino, hacia la izquierda, se dejaba adivinar a lo lejos, la alta cumbre de la Sierra de Qabra. Su mente retuvo esta última visión y pensó: allí será dónde pida perdón o el lugar en el que pose mis huesos para siempre.

IV.
Encerrados entre paredes húmedas de orín, ateridos por el frío, apretujados unos contra otros, atónitos ante la sombra de la muerte que se enseñoreaba por doquier, escuchando risas entre palabras sarracenas, dibujando la suerte de cada uno entre las etéreas figuras nerviosas de las teas que alumbraban aquella oquedad. Solo rompía su miedo el monótono rezo de hombres y mujeres que pedían clemencia; arguyendo que nada malo habían hecho sino tan sólo tener fe.
No tardó en abrirse la cancela. Los sacaron de dos en dos, a empellones. Ante un pequeño cadalso cual si fuera un altar. Ante ellos el filo de la hoja de una espada recién afilada. La primera pregunta:

-¿Abjuras de tu fe infiel y aceptas la religión musulmana?

-Mi Dios, es el Dios cristiano. A él me debo y si he de morir será por designio suyo. No puedo cambiar mi creencia hacia una religión que no es la mía, la cual adora el moro

No vio venir el golpe con la espada. Solo sintió  un fino dolor que aumentó ante sus ojos al cercenarle la mano derecha y la sangre comenzar a regar cual un río espeso, desabor metálico y caliente el cadalso.

-¿Abjuras de tu fe?

Con apenas un hilo de voz dijo:

-¡No!

El verdugo no hizo esperar y con un tajo certero abrió la garganta del cristiano. Este cayó de rodillas, después hacia un lado. Fue el primero y no el último. En ese instante mismo, las entrañas de la tierra de Poley comenzaron a teñirse de una sangre que se hizo por siempre  guardiana de las almas. Tierra de frutos que se nutrieron de la sangre de estos.

V.
-Hija mía, ha llegado el momento en el que tienes que elegir marido. Sabes que no vas a tener problemas pero tienes que elegir a algún pretendiente de los que se han interesado por ti. No puedes postergar esta decisión más. No puedo dejar pasar más el tiempo tampoco. Necesitas un buen marido.

-Padre, no siento amor por ninguno de los hijos de tus amigos que han venido hasta aquí, exhibiéndose como pavos reales. Ninguno se asemeja a lo que deseo ¡No siento el menor sentimiento de proximidad a ellos!.

-¡Pero mi dulce Fátima! Llegará el momento en que si no eliges, ¡tendré que hacerlo yo por ti, son las normas! Y si esto pasa temo equivocarme y hacerte desdichada por el resto de tu vida.

-Padre, me has criado de forma diferente a como se han criado todas las demás niñas y luego mujeres de nuestra fe. Tú  me has regalado el don del estudio. El don de la curiosidad. El don de querer saber sobre todo lo que me rodea. De querer entender todo lo que me es ajeno. Sí accedéis a la presión y queréis casarme, mataréis este regalo. No un regalo cualquiera, sino el mejor regalo que nunca se podría haber hecho. No lo hagáis, dejad que pueda seguir mi camino y alcanzar la paz a través del conocimiento.

VI.
Cada hora del camino. Cada terrón pedregoso. Cada saludo y cada paso, iban atrofiando su mente. Su cara mostraba un rictus tenebroso, sus ojos un vacío profundo y espeso en el que se consumía cada minuto que pasaba. El tiempo que tenía para pensar, sin ocupación alguna, le iba causando un deterioro poderoso. Ya ni siquiera observaba las caras de aquellos extraños ante él. Sólo veía rostros extranjeros de tez morena. Infieles que le habían arrebatado su vida. La rabia se convertía en espumarajos que se formaban en las comisuras de su boca. Los raros lapsus de lucidez que se producían en él, servían para que se diera prisa en llegar hasta la Sierra de Cabra. Su mano temblorosa le dictaba lo contrario.
Pero todo cambió, sin saber cómo ni por qué, llegado el momento, su cordura se  había roto. Todo le fue oscuridad. Para a continuación creerse imbuido de una fuerza extraña a él, de un ente superior. Tal fue así, que escuchaba esa voz clara y diáfana. La primera orden fue entrar en Qabra. Una vez allí tendría que esperar la nueva alocución de esa voz superior. Ya no le importaba dormir junto a las puertas de la ciudad, dejarse caer en cualquier rincón a la intemperie. Se convenció a sí mismo que ahora sí tenía una misión. Qué esta misión que le aguardaba haría ponerle en paz con Dios. Qué fue por esto mismo por lo que tomó aquella decisión tiempo atrás.


 

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