Es uno más de los efectos de la crisis. No sé si os habéis dado cuenta de su existencia, pero cada día es más perceptible a nuestro alrededor. Junto a la realidad, ha surgido una nueva, paralela: la décimo tercera dimensión. Es fácil reconocerla a poco que prestéis algo de atención. En ella, existe la encarnación absoluta del mal: Zapatero. Él ha sido el culpable de todo lo malo que ha sucedido en España, desde la subida de la prima de riesgo a la expulsión de los judíos, desde el estallido de la guerra civil a las desorbitadas tasas de desempleo. Por él, incluso, hicimos el ridículo en el mundial de España del 82.
Junto al expresidente comparten sitio de honor en el altar del mal los nacionalistas y las autonomías, todo el que quiera romper la sacrosanta unidad de la patria que debe ser, como en tiempos pretéritos, Una, Grande y Libre. Artur Mas es un loco peligroso al que hay que atar en corto, Carod Rovira un … y los demás unos cantamañanas o unos aprovechados.
Los sindicatos tienen su sitio privilegiado en el pandemónium. En la décimo tercera dimensión, representan las peores virtudes del trabajador español porque se empeñan en luchar contra “las necesarias medidas de ajuste” sin renunciar a sus prebendas; se atreven, incluso, a cuestionar la misma existencia del gobierno salvador a quien acusan de fraude por hacer justo lo contrario de lo que prometieron en la campaña electoral. En esa otra dimensión, es preferible sin duda una inmensa mayoría silenciosa.
Sánchez Gordillo y quienes lo siguen son perversos. Para ellos se quedan pequeños todos los calificativos despectivos existentes en el diccionario. Se han atrevido a mancillar el nombre de España atentando contra uno de sus principios básicos: la propiedad privada.
Critican el poder judicial cuando éste no responde a sus expectativas y cuando un juez se atreve a no satanizar a los convocantes de las concentraciones frente al Congreso y a criticar a la clase política lo insultan sin pudor.
Nos descubren que los verdaderos culpables de la crisis son los empleados públicos. Ellos son los que han llevado a este país a la bancarrota. Por eso, no les duelen prendas vocear la necesidad de mandar a un millón de ellos al paro.
No sienten pudor siquiera por extender su desprecio a todos los andaluces, unos aprovechados que están (estamos) acostumbrados a vivir sin trabajar, sólo pendientes del cobro de subsidios y ayudas.
Como en toda sociedad maniquea, su simplista visión del mundo tiene que ser completada con las encarnaciones del bien. En su ara, entronizan al ejército salvador, a los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado –es decir, a policía y guardia civil- a los que continuamente alaban y espolean, aunque sus actuaciones, en algunas ocasiones, sean dignas de tiempos pretéritos. Incluso cuando su éxtasis místico alcanza territorios cercanos al paroxismo, nos hacen contemplar la dicha que viviría este país si los uniformados actuaran contra los malignos.
Para su suerte disfrutan de las bendiciones eclesiásticas. Gracias a ellas, pueden permitirse el lujo de catequizarnos, de buscar la salvación de nuestras almas con la santa misa, el ángelus, los misioneros por el mundo, etc.
Cuenta esta realidad paralela con sumos sacerdotes, Alfonso Merlos o Carlos Cuesta, que junto a varios acólitos y acólitas (permítaseme la patada al diccionario) anatematizan a quienes van contra su interpretación del mundo.
Andaos con sumo cuidado; son vehementes, se cuelan en vuestras casas y van directos a vuestros cerebros. Si os descuidáis, pronto seréis abducidos a esa dimensión de la que ya no saldréis jamás.