Juan Damián Sánchez Luque
Sábado 22 de junio de 2013 - 14:43
generica

En algún momento, todos hemos escuchado frases como “un amigo fiel vale por diez mil parientes”; “un amigo es un tesoro”; “mientras se tenga al menos un amigo, nadie es inútil”; “todo mi patrimonio son mis amigos” y muchas más de igual naturaleza, las cuales ensalzan la amistad, la ponderan como un valor en suma apreciable e inmutable.

Pero un buen día te das cuenta de que todo eso era mentira. Que aquel que se decía amigo tuyo, no era sino un ególatra que buscaba en ti una audiencia más para expandir sus absurdas e ilógicas ideas. Abandonaste esa amistad. Te despojaste de ella como quien se quita una prenda vieja y rota; fuera, y cortaste todo vínculo. Pero quien decía ser tu amigo se disfrazaba de otra persona para seguirte, espiarte y seguir sembrando su ponzoña en otros que también decían ser tus amigos. Ellos se fueron alejando. Te seguían llamando amigo "por si acaso". Pero tú sabías que nada de amistad había en ellos hacia ti.
"Que en la vereda que va desde tu casa a la de tu amigo nunca crezca la hierba". Pero solo en ti había amistad y en cuanto tú dejaste de transitarla, la vereda se convirtió en prado y la hierba crecía frondosa por la senda que tu mantenías limpia con tus pisadas.
Tampoco es que el cese de esa amistad te llegase a privar del sueño. No; no era eso, demasiado bien sabías que en cuanto dijeras las verdades, llamando a las cosas por su nombre, muchos huirían en desbandada . Pensabas que aquello no podía seguir así. Imposible volver a caminar por la vereda aquella, te laceraba el alma ver tal abandono.
Una mañana, me despertaron unos tiernos balidos. Salté de la cama y descalzo caminé hacia la desaparecida vereda. No podía creer lo que mis humedecidos ojos por la emoción veían. Varias ovejas jóvenes con sus tiernos corderillos pacían alegremente en las altas hierbas de la intransitable vereda. Todo había cobrado vida de forma casi milagrosa.
Mientras los corderos pacían, una bandada de jilgueros picoteaban, golosos, los cardos de las orillas, al tiempo que elevaban al aire su primoroso canto y yo sentado en el suelo lo miraba todo con incontenida emoción.
Cada mañana acudía allí y pude comprobar que la vida proseguía a pesar de la falsedad. Mi vista se alegraba con la blancura de la suave lana y mis oídos eran acariciados por los tiernos balidos y por los trinos de la bandada de pajarillos que se habían acostumbrado a ir a comer al sitio.
Claro que la vida proseguía, a pesar de la falsedad.
Quien te había traicionado te enseñó, sin querer, como transformar el dolor de una pérdida en la alegría de la vida renovada.
Si después de esto alguien me pregunta si creo en la amistad, solo le puedo responder "que nada es eterno".

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