OPINIÓN | Por su nombre
Por lo más endeble
Viernes 16 de agosto de 2013 - 21:42
El ánimo que suele estar con frecuencia por los suelos y ver la realidad que nos envuelve ayuda bien poco a escribir con mucho optimismo.
Yo no sé lo que piensan los demás. Yo, desde luego, que hay veces que prefiero no pensar, pero no hay más remedio que seguir el runrún de esa máquina que yo aún no sé que se debe hacer para detenerla. Mi cerebro va por libre y yo, sujeto a él, he de reconocer que a veces me tiraniza y me hace escribir cosas que casi rayan lo macabro; pero es lo que hay. Dando la impresión de estar ante un viejo maestro de escuela, de aquellos que, regla en mano, te decían el dictado entre palmetazo y coscorrón. Pese a lo cual tampoco es que saliéramos tan malos del todo. Tal vez porque debe ser cierto aquello de que a todo termina uno por acostumbrarse. Pero yo no me termino de acostumbrar a tanto desafuero como veo y por eso me salen unos escritos que de alegre tienen poco. La realidad es que tampoco palpo mucha alegría en el entorno y pienso en estas cosa que luego algunos leen.
Las lacras que nos ahogan. Esas que acuden a nuestro tejido social, como pulgas a perro flaco y se agarran a las desnutridas carnes de los menesterosos (olvidada casta que va en aumento) y se ceban en los más débiles, como siempre; los niños.
Niños heroicos que, pese a todas las vicisitudes, consiguieron nacer porque aun quedaba alguna esperanza de ser y estar, ahora medran a la sombra del desamparo.
Niños viejos, viejos niños sufriendo en sus cortas vidas las insuficiencias y las carencias del menesteroso. Dichosos ellos si aun no han alcanzado la cada vez más baja edad del inicio de los consumos, de las evasiones de la realidad terrible que los asfixia. Abrigarán un atisbo de esperanza, que, efímera, se irá desvaneciendo. Conocerán los paraísos artificiales de la evasión, consumirán lo prohibido a la búsqueda de lo que nunca tuvieron y ya les están robando sin haberlo llegado a conocer. Al final, sus vidas se irán perdiendo por el sumidero siempre abierto de la desesperación. Se consumirán junto al pudridero de las hojarascas que produce la defoliación del follaje de ese frenético paraíso. Paraíso que les prometieron y que no llegarán a conocer, porque no existe.
Les engañaron, les engañamos; les hemos mentido entre todos.
Por eso, desvalidos e impotentes, tendidos sobre la hojarasca que pugna por ser mantillo, ellos venden sus exiguos cuerpos, su pobre y lacerada carne. Ofertan su precaria mercancía con roñas en la piel y bocas desdentadas, a quien, siendo aún más miserable que ellos, necesite un poco de su mísera carne, y a cambio les dé lo que malamente alcanzará para comprar su próxima dosis de veneno. Veneno que sin duda les habrá de llegar más pronto que tarde con estertórea agonía.